La rabia juvenil que México no quiere escuchar

Por Filiberto Cruz Monroy

¡Cuidado!

La rabia juvenil no es un capricho pasajero, ni una pataleta de adolescentes inconformes. La rabia juvenil huele y sabe a justicia. Surge cuando los adultos cierran los ojos, cuando las instituciones niegan la voz de quienes aún no cumplen la mayoría de edad. Y esa rabia, cuando estalla, arrasa.

El miércoles, en Altamira, Tamaulipas, la furia de los estudiantes del Cetis 78 explotó frente a las cámaras de sus propios teléfonos. Lo que empezó como una manifestación pacífica contra el acoso sexual y la indiferencia de las autoridades terminó convertido en un linchamiento público contra el director del plantel, Julio César Barrón Mola. Los videos, repetidos miles de veces en redes sociales, muestran la crudeza del hartazgo juvenil: golpes, empujones, patadas y gritos de indignación. Una violencia que hoy sacude a todo el país.

Los adolescentes no se levantan contra la autoridad solo porque sí. No lo hicieron por el largo del cabello, como algunos pretenden reducir la protesta. Lo hicieron porque las voces de sus compañeras denunciando insinuaciones indebidas fueron ignoradas. Porque docentes que intentaron alzar la voz fueron hostigados y hasta amenazados. Porque el silencio institucional se volvió insoportable.

La rabia juvenil tiene una característica que la hace temible: es contagiosa. Un estudiante que se atreve a reclamar justicia despierta a otro, y luego a otro más. No hay agenda política detrás. No hay un cálculo electoral. Hay cansancio, hay frustración y hay un grito común: “Queremos un plantel libre de abusos, libre de corrupción, con reglas justas para todos”.

Sin embargo, lo que México vio fue violencia. Y aquí está el dilema: ¿es la violencia condenable? Sí, siempre. Pero ¿qué hay de la indiferencia adulta que provocó esa chispa? ¿Qué hay de las denuncias minimizadas? ¿Qué hay de los silencios cómplices? Cuando un adolescente prefiere arriesgarse a un castigo antes que seguir callado, el sistema educativo tiene una deuda que no puede seguir escondiendo bajo comunicados tibios.

No es la primera vez que el país presencia escenas así. El caso de Fátima en Iztapalapa, la muerte de Adriel en Hidalgo, la brutal golpiza a Norma Lizbeth en Teotihuacán. Todas son piezas de un mismo rompecabezas: escuelas que se convierten en escenarios de violencia porque no supieron, no quisieron o no pudieron escuchar a tiempo.

La Secretaría de Educación Pública ha prometido jornadas de reflexión y actividades por la paz. Pero la paz no se decreta desde un escritorio. La paz se construye con justicia. Si un grupo de adolescentes llega a la violencia, es porque antes alguien negó justicia. Y eso debe ser la prioridad: atender de raíz las denuncias de acoso, garantizar entornos seguros, abrir canales efectivos para escuchar a los jóvenes.

La rabia juvenil seguirá estallando mientras sigamos tratándola como un problema de disciplina y no como un síntoma de algo más profundo: un sistema escolar que ha fallado en proteger, en escuchar y en actuar.

Hoy, los estudiantes del Cetis 78 nos gritan algo incómodo: que la autoridad perdió legitimidad, que el silencio ya no es opción. México tiene frente a sí un espejo doloroso. La pregunta es si tendrá el valor de mirarse de frente.

Porque la rabia juvenil, cuando no encuentra justicia, no pide permiso para irrumpir.

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